Fuente: Página/12.- Es el “gurú mundial” del momento, pero su investigación demuele los mitos impuestos por los economistas tradicionales. Explica los alcances de la desigualdad a la que lleva el actual desarrollo y la necesidad de la regulación pública del capital para contrarrestarla. En este principio del siglo XXI hay un riesgo muy serio de que volvamos a las desigualdades del XIX. Esto ya es una realidad en algunos casos y en otros no. Es cierto, en la teoría de Marx había una salida económica al proceso. Había una contradicción entre el descenso de la tasa de beneficios que iba a conducir a una catástrofe final y al fin de este sistema. Puede que mis conclusiones sean todavía más pesimistas porque, desde un punto de vista estrictamente económico, no hay salida. El rendimiento del capital puede mantenerse a un nivel elevado, en particular porque siempre hay ganancias oriundas de la productividad, de las innovaciones tecnológicas, del crecimiento de la población. A pesar de una acumulación creciente del capital, el rendimiento se mantiene a un nivel superior a la tasa de crecimiento. En todo caso, sería un error pensar que una salida puramente económica –o sea el descenso de los beneficios– va a resolver esta contradicción. Mis conclusiones son pesimistas desde un punto de vista económico pero optimistas desde el punto de vista político. Hay soluciones políticas a este problema. La institución fiscal, social o educativa permite organizar ese proceso de acumulación del capital de una forma más igualitaria y por el bien común. (...) La propiedad privada, el capitalismo, las fuerzas del mercado deben estar al servicio de la democracia y del interés general. El capitalismo debe volverse el esclavo de la democracia y no lo contrario. Hay que utilizar las potencialidades del mercado para enmarcarlas severamente, radicalmente si es necesario, para ponerlas en la buena dirección. Es perfectamente posible (...) Cuando la desigualdad, en particular la desigualdad patrimonial, se torna extrema, esa desigualdad no es solamente inútil para el crecimiento sino que incluso puede perjudicarlo. Esa desigualdad se vuelve un freno a la movilidad, un factor de perpetuación de la desigualdad en el tiempo y, también, se convierte en una verdadera amenaza para nuestras instituciones democráticas. Una concentración importante del poder del dinero conduce a una concentración demasiado importante del poder de influencia en los medios, en la vida política. (...) Tenemos que tomar muy en serio la cuestión de saber cómo se limita a través del Estado de derecho y de instituciones muy fuertes ese control del dinero. (...) La desigualdad rompe el contrato social, rompe el principio de igualdad frente a la ley, de igualdad frente al sufragio universal. Cuando tenemos una desproporción extrema de los medios financieros tenemos también una desproporción extrema de los medios de influencia en la vida política. La desigualdad también rompe el lazo social y cívico por medio del cual se acepta que se pongan en común importantes recursos para financiar el bien público, la protección social, los servicios públicos. Si las clases medias, las clases populares, tienen la duradera impresión de que pagan más impuestos que los ricos, el consenso fiscal se rompe, o sea, el consenso que hace posible que todos acepten pagar una parte importante de los recursos producidos para financiar el acceso a la educación, a la salud, a las infraestructuras. Toda esa aceptación de la vida en común termina potencialmente en tela de juicio con la secesión a los más ricos. Si queremos una democracia real necesitamos instituciones sociales y políticas que enmarquen la propiedad privada, que limiten la acumulación entre algunas manos. Desconfío mucho de los discursos –a menudo muy hipócritas, que se escuchan en muchos países– sobre la idea abstracta de la igualdad. A veces se sirven de ellos para rechazar el impuesto progresivo, para justificar –en Francia y en otros países– que se invierta tres o cuatro veces más en los sectores educativos donde van los hijos de las elites antes que allí donde van los hijos de las clases populares. Y todo eso con una buena conciencia republicana. El principio abstracto de la igualdad es proclamado muy a menudo para justificar desigualdades perfectamente reales, extremas. Siempre hay que poner en tela de juicio ese principio, deconstruir esa proclamación (...) hay que acostumbrarse al hecho de que un crecimiento del 5 por ciento anual, como ocurrió en las décadas de la posguerra, no continuará eternamente. Hay que acostumbrarse a vivir con un crecimiento estructuralmente más lento, más limpio. Lo que hace falta, sobre todo, es más transparencia en la distribución social del crecimiento. Es absolutamente preciso contar con más información democrática y verificable sobre la forma en que los diferentes grupos sociales, los diferentes grupos de ganancias y de patrimonio se benefician o no con el crecimiento (...) La meta de los impuestos es poder producir bienes públicos. El impuesto es interesante por lo que permite hacer. Si usted mira la situación en Europa, los países más ricos, los más competitivos, Dinamarca o Suecia, tienen una tasa impositiva obligatoria del 40 por ciento al 50 por ciento. A su vez, los países más pobres como Bulgaria o Rumania tienen una tasa impositiva del 20 por ciento. Si bastara con pagar pocos impuestos para ser ricos, Bulgaria o Rumania serían más ricos que Dinamarca o Suecia. Pero no es así como funciona. Tener impuestos elevados puede ser bueno para el desarrollo económico, siempre y cuando se utilicen esos altos impuestos para financiar los servicios públicos, las infraestructuras colectivas, la educación, la salud. 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